"En la sombra estaban sus ojos
Y sus ojos estaban vacíos
Y asustados y dulces y buenos
Y fríos.
Allí estaban sus ojos y estaban
en su rostro callado y sencillo
Y su rostro tenía sus ojos
tranquilos.
No miraban, miraban, qué solos
y qué tiernos de espanto, que míos.
(...)
Y lloraban un aire perdido
Y sin llanto, y abiertos y ausentes
Y distantes, distantes y heridos
En la sombra en que estaban, estaban
callados, vacíos."
No es poco el tiempo en el que he meditado escribirte sobre él. No sé si valdrá la pena que pierda mis palabras en algo tan despreciable y ruín, y especialmente doloroso. Algo tan ausente en mi vida, y algo que probablemente no te importe.
Siendo consciente de todo eso, aún así he decidido hacerlo. He decidido hacerlo porque últimamente está presente en mi mente más de lo que me gustaría reconocer. Su presencia, tan solo en mi cabeza, se ha convertido en algo tan odioso que necesito sacarlo de mí.
Y por eso te escribo de él.
¿Alguna vez haz tenido en tu vida a una persona que te lastime una y otra vez? ¿Conoces la impotencia de no poder quitar a ese ''alguien'' de tu vida? ¿Haz experimentado el amargo sabor del desconsuelo y la desilusión? ¿Sabes lo que es cerrar los ojos, apretar los dientes, y aguantar los golpes, esperando a que acabe?
Hoy, querido lector, he decidido contarte una historia. Una historia sobre una niña. Una historia que no le contaría a otros niños. Porque, simplemente, esas historias no se le cuentan jamás a un niño.
De niño nunca te advierten lo que te espera. Intentan conservar esa dulce inocencia de la infancia, aunque no dure demasiado. Los hacen creer que el mundo es bonito y los malos solo están en las películas, aunque sea exactamente al revés.
Pues a la niña de esta historia tampoco le habían advertido, pero por mucho que se esforzaran en hacerle creer todas aquellas cosas, ella sabía que solo eran mentiras. Lo comprobaba cada día.
Su peor moustro no se escondía debajo de la cama, si no que llegaba cada noche. Gritaba, golpeaba. Hacía daño, y no solo en sus pesadillas. Ella tenía miedo, pero le amaba. Y no había nada que pudiera remediarlo.
Se había encariñado con aquel personaje, a pesar de su cruel naturaleza, y aunque él le hacía daño, ella ignoraba los morados y sonreía. Jamás le culparía ante nadie. Siempre le perdonaría.
Las cosas no hicieron más que empeorar con los años. La niña empezó a notar una opresión en su pecho, algo que luchaba por salir de allí, más no lo permitía. Tenía miedo de que aquel sentimiento fuera algo terrible que la alejará de él. Y ella, en el fondo, no quería que él se fuera. Ella lo necesitaba, al igual que todos los que allí vivían, y estaba dispuesta a aguantar las lágrimas y morderse los labios con tal de que aquel equilibrio no se rompiera. Aunque en realidad no había ningún equilibrio, aquél moustro había acabado poco a poco con su familia, con su hogar. Incluso con su vida, pero ella no lo sabía.
Pero las cosas cambiaron cuando empezó a comprender el sufrimiento en los ojos de su madre. Los sollozos por las noches de sus hermanas la atormentaban cruelmente. Tal vez aquella bestia de verdad era mala y nunca la había querido. Quizá solo era un egoísta insensible que se había ensañado con ellas.
Y de repente, una mañana antes de navidad, él se había ido. Su madre confirmó aquella sospecha, y la niña se sintió traicionada. Abandonada. Estaba tan rota por dentro como por fuera.
Él, cual ladrón, había estado absorbiendo su infancia desde las noches más oscuras para luego esfumarse sin dejar huellas. Estaba vacía. Le habían robado el alma.
Pasaron muchas lunas antes de que la niña pudiera comprender que no era su culpa. Antes de que dejara de llorar por las noches, antes de que el tiempo cerrara algunas heridas.
Comprendió que de nada había valido soportar aquel peso en silencio, y que aunque los golpes recibidos ya no dolieran y los morados se hubieran borrado, las cicatrices que tenía dentro nunca se irían.
Y la niña creció, y ya no era una niña, y él volvió arrepentido con el alma a rastras, y aunque ella no se negó a verlo jamás pudo volver a mirarlo como antes. Ni amarlo. Ni perdonarlo. Ni olvidar. Jamás. Nunca, nunca más.
Y al final de todo, entendió a la fuerza el porqué los héroes de un niño suelen ser de ficción; porque cuando son reales, solamente hacen daño.
"Y una niña en sus ojos sin nadie
Se asomaba sin nada a los míos
Y callaba y miraba y callaba
Y sus ojos abiertos y limpios,
Piedra de agua, me estaban mirando
Más allá de mis ojos sin niños
Y qué solos estaban, qué tristes,
qué limpios.
Y en la sombra en que estaban sus ojos
Y en el aire sin nadie, afligido,
Alli estaban sus ojos y estaban
vacíos."
Jaime Sabines.
L.